Uno de los recorridos más deliciosos de París comienza en una plaza pequeña, íntima, en pleno barrio de Saint Germain des Prés. Cuatro paulownias rodean la farola de cinco globos, convertida ya en una de las postales típicas de la ciudad. Enfrente mismo, el museo Delacroix, donde estuvo el último estudio del pintor.
Pisadas de tobillos finos levantan eco en los adoquines. En la mano, bolsitas de papel caro con letras troqueladas. El glamour le viene de lejos a la plaza Fustenberg. Muy cerca de aquí, calle abajo, estuvo el primer salón de té de la ciudad, ideado para evitar a las damas sentirse incómodas en los cafés.
Hoy continúa siendo, sin duda, uno de los rincones más elegantes de París. Las casas conservan portones enormes, por donde es fácil imaginar a los señores entrando en carruajes. Algunas viviendas sobrevivieron milagrosamente a la profunda transformación llevada a cabo por el barón Haussmann en el diecinueve.
Ladurée es la primera delicia del camino, abierta en 1862. Tienda y salón de té, el verde desvaído de su placa señala el lugar exacto donde los macarons parisinos se convierten en auténtico pecado. Galletitas etéreas que se deshacen al contacto con la lengua; rellenas de delicadas cremas, de perfumes imposibles.
Los hay de todos los colores. Los de morado intenso traen al paladar un toque picante, deliberadamente oriental. Después de probarlos, resulta difícil recordar que en su elaboración sólo se utilizan productos naturales.
Callejeando un poco se descubre la torre más antigua de París, la de la iglesia de Saint Germain, que ofrece a menudo buenos conciertos por pocos euros. La esquina del bulevar del mismo nombre es un espacio preñado de leyenda. En la brasserie Lipp, monumento histórico, los turistas buscan atrapar el espíritu de Picasso, de Matisse.
El Deux-Magots, lugar de encuentro de los surrealistas; el Café de Flore, donde se reunían Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir antes incluso de abrazar el existencialismo. Jóvenes pintores, cineastas; Camus y Cortázar; poetas y revolucionarios...
Todos forman parte del ‘espíritu de Flore'. Los nostálgicos agradecen unos libritos pequeños que cuentan las historias escuchadas por sus mesas de mármol.
Caminando por Saint-Germain es fácil sentirse especial. Por algo los bombones-joya de Pierre Marcolini han venido a vivir aquí. Venezuela, Madagascar, México, Ecuador; este maestro chocolatier recorre el mundo en busca de los cacaos más finos para su taller de Bruselas. Sabores amargos, ácidos, dulces. Entre los cinco mejores chocolates del mundo.
Pierre Hermé es el nombre aclamado de la repostería francesa. Bajo un alarde de diseño esconde sabores y texturas sorprendentemente equilibrados. Su tiendecita de la rue Bonaparte es un placer para la vista. Las tartas brillantes del escaparate se pavonean orgullosas con sus tocados de flores.
Dentro, en orden exquisito de botica, galletas de cine en envoltorio de alta costura. Como no podía ser de otra manera, Hermé lanza dos veces al año sus colecciones.
En la rue du Cherche Midi, monsieur Pierre Poilâne elaboró por primera vez pan negro para los ricos. Despreciado tras la guerra, medio siglo después los neoyorkinos acaudalados viajaban a París sólo para comprarlo. Hoy, las hogazas vuelan diariamente hacia Japón, Arabia Saudita o Estados Unidos, donde únicamente en Nueva York se consumen quince mil panes al año.
Con las más finas harinas de molino y sal de Guérande (Bretaña), fermentado por procedimiento natural, amasado a mano y cocido con fuego de leña; Poilâne utiliza aún una receta del siglo XVIII.
En segundo plano, aunque imprescindibles, las punitions, galletas que los abuelos de Normandía solían ofrecer a los niños al volver del colegio, y la Tarte aux pommes.
Pero tal vez lo más curioso sea la colección de cuadros y objetos elaborados con masa de pan. Desde una lámpara de araña que Apolonia, la nieta del fundador, guarda en la trastienda, hasta un dormitorio entero encargado por Dalí a Lionel Poilâne que puede verse en el museo de Monmatre.
Un poco más adelante, en la misma acera, el toldo rojo intenso de A la Reine Astrid invita al visitante. Nada más entrar se nota que a su dueña, madame Salman, le encantan los detalles. Bandejas perfectas de bombones -alguno premiado como el mejor de París- en el centro del local, decorado con orquídeas blancas. ‘Ahora está de moda el chocolate salado', comenta.
Si se necesita asimilar despacio tanta delicia, una parada en el salón de té del hotel Lutetia parece lo más adecuado. Perteneciente al grupo Concorde, su nombre hace referencia al viejo París, y su decoración elegante bien podría haber pertenecido al mismísimo Titanic.
Para viajeros apresurados, empresas como Meeting the French y Paris Sweet Paris ofrecen recorridos selectos por lo más sabroso de la ciudad. Con un poco de suerte conocerán a la guía Muguet Becharat, que revela en sus explicaciones la pasión de los buenos gourmets.
A pesar de que cada año visitan París más de 25 millones turistas, son los propios parisinos quienes más disfrutan de ella. Paul Roll, el director de la oficina de Turismo, confiesa que le encantan el eastern París, la Bastilla, los mercados de quesos de los domingos, los renovados cabarets. ‘Los parisinos están recuperando la vida de los barrios', afirma.
Es verdad, la vida bulle en cada postal de París. Las vistas imborrables a orillas del Sena, Patrimonio de la Humanidad; el nuevo Museo Quai Branly de Jean Nouvel, que explota de color a unos pasos de la torre Eiffel.
En la orilla derecha, Pascal Viallet, afamado chef y sommelier, lleva veinte años aderezando cenas íntimas en la rue Montreuil. Antigua posada de los Mosqueteros de Luis XIII, desde donde se dice que existía un pasadizo que llevaba a Versalles, L'Aiguière es hoy un restaurante acogedor, decorado en azul y amarillo.
El trabajo de equipo resulta, según su autor, ‘la base de una cocina sincera', que se elabora con productos de temporada.
Si los postres de L'Aiguière no colman -improbable- el espíritu, siempre queda acercarse a la place de la Madeleine, el sueño de cualquier gourmet. A unos metros de la iglesia y el mercadillo de las flores, los escaparates lujuriosos de Hédiard y Fauchon, frente a frente, se disputan el título de supermercado más lujoso de París.
Por supuesto, con permiso del de las Galerías Lafayette. El mítico almacén parisino presume de tener 32.000 m2 dedicados al placer gastronómico. Trece restaurantes donde saborear desde un sandwich impecable a una cucharadita de caviar de 100 euros.
Su colección de delicatessen resulta casi eclipsada por la insultante belleza de su frutería, de sus pescados, sus cafés del mundo; de su mostrador de quesos. El rincón más curioso, sin embargo, se esconde en la primera planta. El bar Barbulles (burbujas) -apenas una barra y unas mesas altas- reúne bebidas con gas de todo el mundo.
Bruno Quenioux, un afamado sommelier francés, prefiere el v-i-n-o. Según él, las cuatro letras simbolizan la unión del hombre y la mujer a través de la luz. No resulta difícil encontrarlo charlando cualquier día en la impresionante vinoteca, lugar de moda de presentaciones culturales.
También el gran Louvre esconde un recorrido goloso en su interior. No muy extenso, ya que durante siglos la comida sólo se concebía en el arte ligada al simbolismo religioso. Jean-Manuel Traimond, guía oficial del museo, descubre bajo petición los secretos más sabrosos en cuatro idiomas.
La cocina de los ángeles, de Murillo, la alegoría de las Cuatro Estaciones de Arcimboldo, o Las bodas de Caná, inmenso Caliari situado justo frente a la diminuta Gioconda.
Nada mejor al partir que llevarse de París el sabor de su cocina de siempre. Un buen lugar para ello es Le Bœuf sur le Toit, a un paso de los Campos Elíseos, una brasserie de varios ambientes presidida por una lámpara inmensa y cálida.
Como la luz de París. Inmensa y cálida para los amantes. Especial siempre.
Pisadas de tobillos finos levantan eco en los adoquines. En la mano, bolsitas de papel caro con letras troqueladas. El glamour le viene de lejos a la plaza Fustenberg. Muy cerca de aquí, calle abajo, estuvo el primer salón de té de la ciudad, ideado para evitar a las damas sentirse incómodas en los cafés.
Hoy continúa siendo, sin duda, uno de los rincones más elegantes de París. Las casas conservan portones enormes, por donde es fácil imaginar a los señores entrando en carruajes. Algunas viviendas sobrevivieron milagrosamente a la profunda transformación llevada a cabo por el barón Haussmann en el diecinueve.
Ladurée es la primera delicia del camino, abierta en 1862. Tienda y salón de té, el verde desvaído de su placa señala el lugar exacto donde los macarons parisinos se convierten en auténtico pecado. Galletitas etéreas que se deshacen al contacto con la lengua; rellenas de delicadas cremas, de perfumes imposibles.
Los hay de todos los colores. Los de morado intenso traen al paladar un toque picante, deliberadamente oriental. Después de probarlos, resulta difícil recordar que en su elaboración sólo se utilizan productos naturales.
Callejeando un poco se descubre la torre más antigua de París, la de la iglesia de Saint Germain, que ofrece a menudo buenos conciertos por pocos euros. La esquina del bulevar del mismo nombre es un espacio preñado de leyenda. En la brasserie Lipp, monumento histórico, los turistas buscan atrapar el espíritu de Picasso, de Matisse.
El Deux-Magots, lugar de encuentro de los surrealistas; el Café de Flore, donde se reunían Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir antes incluso de abrazar el existencialismo. Jóvenes pintores, cineastas; Camus y Cortázar; poetas y revolucionarios...
Todos forman parte del ‘espíritu de Flore'. Los nostálgicos agradecen unos libritos pequeños que cuentan las historias escuchadas por sus mesas de mármol.
Caminando por Saint-Germain es fácil sentirse especial. Por algo los bombones-joya de Pierre Marcolini han venido a vivir aquí. Venezuela, Madagascar, México, Ecuador; este maestro chocolatier recorre el mundo en busca de los cacaos más finos para su taller de Bruselas. Sabores amargos, ácidos, dulces. Entre los cinco mejores chocolates del mundo.
Pierre Hermé es el nombre aclamado de la repostería francesa. Bajo un alarde de diseño esconde sabores y texturas sorprendentemente equilibrados. Su tiendecita de la rue Bonaparte es un placer para la vista. Las tartas brillantes del escaparate se pavonean orgullosas con sus tocados de flores.
Dentro, en orden exquisito de botica, galletas de cine en envoltorio de alta costura. Como no podía ser de otra manera, Hermé lanza dos veces al año sus colecciones.
En la rue du Cherche Midi, monsieur Pierre Poilâne elaboró por primera vez pan negro para los ricos. Despreciado tras la guerra, medio siglo después los neoyorkinos acaudalados viajaban a París sólo para comprarlo. Hoy, las hogazas vuelan diariamente hacia Japón, Arabia Saudita o Estados Unidos, donde únicamente en Nueva York se consumen quince mil panes al año.
Con las más finas harinas de molino y sal de Guérande (Bretaña), fermentado por procedimiento natural, amasado a mano y cocido con fuego de leña; Poilâne utiliza aún una receta del siglo XVIII.
En segundo plano, aunque imprescindibles, las punitions, galletas que los abuelos de Normandía solían ofrecer a los niños al volver del colegio, y la Tarte aux pommes.
Pero tal vez lo más curioso sea la colección de cuadros y objetos elaborados con masa de pan. Desde una lámpara de araña que Apolonia, la nieta del fundador, guarda en la trastienda, hasta un dormitorio entero encargado por Dalí a Lionel Poilâne que puede verse en el museo de Monmatre.
Un poco más adelante, en la misma acera, el toldo rojo intenso de A la Reine Astrid invita al visitante. Nada más entrar se nota que a su dueña, madame Salman, le encantan los detalles. Bandejas perfectas de bombones -alguno premiado como el mejor de París- en el centro del local, decorado con orquídeas blancas. ‘Ahora está de moda el chocolate salado', comenta.
Si se necesita asimilar despacio tanta delicia, una parada en el salón de té del hotel Lutetia parece lo más adecuado. Perteneciente al grupo Concorde, su nombre hace referencia al viejo París, y su decoración elegante bien podría haber pertenecido al mismísimo Titanic.
Para viajeros apresurados, empresas como Meeting the French y Paris Sweet Paris ofrecen recorridos selectos por lo más sabroso de la ciudad. Con un poco de suerte conocerán a la guía Muguet Becharat, que revela en sus explicaciones la pasión de los buenos gourmets.
A pesar de que cada año visitan París más de 25 millones turistas, son los propios parisinos quienes más disfrutan de ella. Paul Roll, el director de la oficina de Turismo, confiesa que le encantan el eastern París, la Bastilla, los mercados de quesos de los domingos, los renovados cabarets. ‘Los parisinos están recuperando la vida de los barrios', afirma.
Es verdad, la vida bulle en cada postal de París. Las vistas imborrables a orillas del Sena, Patrimonio de la Humanidad; el nuevo Museo Quai Branly de Jean Nouvel, que explota de color a unos pasos de la torre Eiffel.
En la orilla derecha, Pascal Viallet, afamado chef y sommelier, lleva veinte años aderezando cenas íntimas en la rue Montreuil. Antigua posada de los Mosqueteros de Luis XIII, desde donde se dice que existía un pasadizo que llevaba a Versalles, L'Aiguière es hoy un restaurante acogedor, decorado en azul y amarillo.
El trabajo de equipo resulta, según su autor, ‘la base de una cocina sincera', que se elabora con productos de temporada.
Si los postres de L'Aiguière no colman -improbable- el espíritu, siempre queda acercarse a la place de la Madeleine, el sueño de cualquier gourmet. A unos metros de la iglesia y el mercadillo de las flores, los escaparates lujuriosos de Hédiard y Fauchon, frente a frente, se disputan el título de supermercado más lujoso de París.
Por supuesto, con permiso del de las Galerías Lafayette. El mítico almacén parisino presume de tener 32.000 m2 dedicados al placer gastronómico. Trece restaurantes donde saborear desde un sandwich impecable a una cucharadita de caviar de 100 euros.
Su colección de delicatessen resulta casi eclipsada por la insultante belleza de su frutería, de sus pescados, sus cafés del mundo; de su mostrador de quesos. El rincón más curioso, sin embargo, se esconde en la primera planta. El bar Barbulles (burbujas) -apenas una barra y unas mesas altas- reúne bebidas con gas de todo el mundo.
Bruno Quenioux, un afamado sommelier francés, prefiere el v-i-n-o. Según él, las cuatro letras simbolizan la unión del hombre y la mujer a través de la luz. No resulta difícil encontrarlo charlando cualquier día en la impresionante vinoteca, lugar de moda de presentaciones culturales.
También el gran Louvre esconde un recorrido goloso en su interior. No muy extenso, ya que durante siglos la comida sólo se concebía en el arte ligada al simbolismo religioso. Jean-Manuel Traimond, guía oficial del museo, descubre bajo petición los secretos más sabrosos en cuatro idiomas.
La cocina de los ángeles, de Murillo, la alegoría de las Cuatro Estaciones de Arcimboldo, o Las bodas de Caná, inmenso Caliari situado justo frente a la diminuta Gioconda.
Nada mejor al partir que llevarse de París el sabor de su cocina de siempre. Un buen lugar para ello es Le Bœuf sur le Toit, a un paso de los Campos Elíseos, una brasserie de varios ambientes presidida por una lámpara inmensa y cálida.
Como la luz de París. Inmensa y cálida para los amantes. Especial siempre.
Texto y fotografías: Ana Bustabad Alonso
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